Cómo el discurso político cargado de moralidad diseña el control de nuestras vidas.
Por qué los políticos son los verdaderos diseñadores, arquitectos e ingenieros de la vida en sociedad.
Hace unos días, leí el artículo: "Cómo el diseño contribuye al individualismo tóxico, y qué se puede hacer al respecto". El artículo tiene un argumento válido y preciso, lo entiendo en el contexto de la sociedad americana. Pero también me hizo preguntarme, ¿y qué pasa con el colectivismo tóxico? Me quedé reflexionando sobre eso...
En la mencionada nota, el autor analiza cómo las cinco marcas más valiosas del mundo (Apple, Amazon, Google, Facebook y Microsoft) emponderan a los usuarios fomentando un "individualismo tóxico". Y explica: las compañías tecnológicas aplican statements del human-centered design, priorizando las necesidades de los usuarios, no porque sean cuidadosas y empáticas, sino por su alto rédito económico.
"El diseño centrado en el ser humano ha tenido éxito porque ofrece resultados comerciales; los productos y servicios diseñados en torno a las necesidades de las personas son más competitivos y más rentables". Y sentencia: “como resultado, en la práctica, las necesidades de los usuarios individuales tienden a eclipsar la consideración de las necesidades comunales", convirtiéndose en lo que Brush llama un individualismo tóxico.
Jason Brush, UX Collective
Netflix también denunció este pensamiento crítico hacia las empresas de tecnología, en su reciente estreno "El dilema de las redes sociales". El documental acusa a las grandes plataformas de Redes Sociales (aunque también menciona a Google) de una manipulación psicológica y deliberada de los usuarios, que los convierte en entes manipulables, en pos de su avaricia económica. "Si lo que te ofrecen es gratis, el producto eres tú", aludiendo al conocido dicho de la jerga tecnológica. Pero yo me pregunto, ¿Está Netflix fuera de esa intención de sacar provecho al máximo de su plataforma? Esa supuesta manipulación de las personas, ¿es culpa únicamente de Facebook, Twitter ó Google? ¿Y las compañías celulares? ¿Ó los servicios de internet? ¿No son ellos también parte del problema? ¿Con qué autoridad moral habla Netflix del cuidado de la salud mental de las personas? ¿Qué hace Netflix para evitar que las personas se queden enganchadas a las series, en lugar de salir a disfrutar sus vidas? Está bien la reflexión pero no deja de ser un docu-drama futurista distópico que denuncia un problema, siendo ellos mismos, parte de ese problema.
Y la pregunta más importante ¿quiénes son los verdaderos responsables del cuidado de nuestra salud mental? ¿Quién debe impedir que las empresas nos manipulen psicológicamente? ¿Son las empresas privadas las que deben preservar y cuidar nuestra salud mental? Más allá de las declaraciones de ética y moral que, particularmente, asume cada empresa o persona; la responsabilidad de velar por nuestra salud y de evitar cualquier manipulación o situación de vulnerabilidad, recae pura y exclusivamente en las instituciones políticas. ¿Qué hace la clase política para evitar la manipulación psicológica de las instituciones privadas? Y también... ¿qué hace la clase política para evitar la manipulación psicológica de las instituciones públicas? ¿Desean realmente evitar algún tipo de manipulación?
Entonces, me vino a la cabeza una frase que me dijo el genial arquitecto madrileño Andrés Jaque, en una entrevista que le hice en el 2008 para una revista de diseño:
"Aquellos que construyen nuestra realidad cotidiana no son los arquitectos o los diseñadores, son los que hacen algo parecido a lo que llamamos política."
Me sacudió el cerebro en ese momento. Tuve que repetirla en mi mente para entenderla. Pero hoy la entiendo más que nunca. Hoy la vivo en carne propia.
Vivo en Argentina y, pasados ya a los 200 días de la cuarentena obligatoria, viendo a mi hijo de ocho años encerrado y sin clases, siento que tengo a los políticos metidos en mi casa. Ellos diseñan mi vida a cada minuto. Me dicen cuando puedo entrar o salir de mi casa, a quién puedo ver y a dónde puedo ir. Me siento parte de una especie de experimento social improvisado sin rumbo conocido. Es estremecedor pensarlo y aún peor vivirlo. Pero el discurso de los que integran esta "casta política" es aún más estremecedor. En la primera "mitad" de la cuarentena, el presidente Alberto Fernández se dirigió durante semanas a las personas como si fuéramos niños huérfanos, sin capacidad de tomar las decisiones propias para nosotros y para nuestros hijos. En los diarios lo llamaban "El tío Alberto". Al parecer, Él nos cuida. Se instaló en el presidente y en sus colaboradores un discurso con una carga moral pesada, donde el cuidado colectivo estaba primero que la libertad individual.
El mensaje era muy claro: el que sale a la calle podrá ser responsable de la muerte de miles de personas. Salir a la calle está prohibido, aunque vivas en un campo alejado de otras casas o ciudades, aunque no haya personas a tu alrededor. Salir a la calle está mal. Frases de Alberto Fernández como "La libertad se pierde cuando uno muere, cuidemos la vida", con una carga dramática y de dudosa intencionalidad, fueron repetidas en sus mensajes. Sus discursos se transformaron en grandes sermones hacia las personas, cargadas por un tono de profesor enojado, que no admite críticas ni opiniones. Sus cruces con algunos periodistas fueron más que ilustrativos. También su enojo a los llamados "anti-cuarentena", que fueron blanco de críticas e insultos. Incluso llamó a algunos manifestantes anti-cuarentena "los odiadores seriales":
"Ninguna sociedad concreta su destino en medio de insultos, divisiones y fundamentalmente teniendo al odio como común denominador. Yo vine aquí a terminar con los odiadores seriales".
Alberto Fernández, Presidente de Argentina.
Además de realizar decretos que controlen la vida social, ¿los políticos también nos dirán a quién odiar o a quién amar? La inclusión de la moral en el discurso político puede ser una herramienta muy peligrosa. La moral es personal y no es competencia de la política. La política debe manejarse al margen de la moralidad, manejando, únicamente, códigos éticos. Sin embargo, la carga moral en los discursos políticos, en Argentina, es constante. Días atrás, el presidente respondió a un ex ministro que criticó "la cuarentena por destrozar la economía" y criticó al Gobierno por escuchar "solo a los infectólogos". "¿Con qué autoridad moral habla la oposición?", sostuvo el mandatario.
Y no es sólo una práctica del presidente, es una práctica común en toda la casta política, sin importar el partido al que pertenezcan. Desde la izquierda a la derecha, los políticos cruzan insultos y acusan a sus oponentes de carecer de moralidad. Los ataques a la moralidad son diarios: el reciente escándalo del diputado argentino que besó a una chica en su pecho, es una prueba de esto -escándalo que se viralizó y fue noticia en medios internacionales. La respuesta institucional fue tan rápida como radical: el presidente de la cámara expulsó al diputado en pocas horas, sin querer estudiar el tema. Claro, la moral nos impera. ¿No será que el presidente (su jefe), quiso "tapar" una situación que de salir a la luz sería mucho más grave que un “simple” exabrupto moral? A mí me interesaba saber más sobre ese diputado. ¿Qué estaba haciendo ese diputado por la sociedad? ¿En qué estaba trabajando? ¿Porqué le estábamos pagando? ¿No sería ético defender a ese diputado pese a su mala actitud moral? ¿No estaba haciendo nada bien en su función pública? Nadie lo defendió, lo "dilapidaron" mediáticamente y lo expulsaron. No basta con investigación periodística ó una denuncia en un diario, este escándalo merece una investigación del gobierno. Pero eso no sucedió. Se tapó con un arrebato moralista que calmó hasta al más ferviente opositor. Ante un hecho moralmente repudiado, las personas tendemos a actuar con pasión, sin pensar. Como los hinchas en un campo de fútbol. Pero la ética no entra en ese juego. La ética es más lenta y más racional. La ética necesita una reflexión, algo que a los políticos, no les interesa hacer.
Mi teoría es que la moral no debe incluirse en ningún discurso político. La moral es competencia exclusiva del individuo. La moral está directamente vinculada a la emoción, y como tal, la moral elevada al grupo, genera acciones impulsivas peligrosas. La moral también es la base de la creación de la culpa. Fue y es usada con ese fin, en los mensajes de algunas instituciones religiosas. En este contexto, el discurso político no debería usar la moral, a menos que su intención sea propiciar una manipulación emocional colectiva, un chantaje emocional inter-personal. Valores morales colectivos como la "lealtad a la patria" fueron grandes manipuladores de acciones inter-personales que motivaron movilizaciones violentas, como la guerra.
Los valores éticos, en cambio, no involucran íntimamente al individuo. No lo mueven pasionalmente, lo llevan a actuar de una forma más racional, no impulsiva. La ética no involucra pasiones. Los valores éticos son guías de comportamiento que regulan la conducta de un individuo con respecto a un grupo, pero no interfieren en la vida íntima de las personas. La definición más acertada sería: "el derecho de cada uno termina cuando empieza el derecho del otro". No es simple, no es un decreto, implica una reflexión. Los valores morales, en cambio, diferencian lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, lo justo de lo injusto, tanto a nivel individual como colectivo. Es radical y rápido. Y el que se adjudique la autoridad moral de decidir entre lo bueno y lo malo, se adjudica también la autoridad de decidir lo que ataña íntimamente a cada persona. En el discurso político, en el caso de América Latina y, específicamente, de Argentina, la mayoría de los políticos, tanto del gobierno como de la oposición, grupos sindicalistas e instituciones no-gubernamentales de dudosa, mala y buena reputación, utilizan términos que incluyen moralidad y hasta religión en sus discursos. Todo en pos de un supuesto "beneficio" colectivo, de un bien común. Nos imponen un sacrificio individual por el bien “de todos y todas”. A esto yo también lo llamo un colectivismo tóxico.